28 de octubre de 2023
Un pedacito de Versalles en el Vedado
<<No metas La Habana en Guanabacoa>> es un dicho que todos los habaneros hemos oído mentar a alguien al menos una vez; de orígenes imprecisos, pero su intención es clara: no vale la pena intentar lo que a todas luces es imposible. Los empecinados, los luchones, dirán que es una expresión muy derrotista, al fin y al cabo, mucho de lo que hoy damos por sentado era considerado imposible en el tiempo de nuestros abuelos, y tienen razón. María Luisa Gómez Mena habría estado entre esos que se jactan de meter al camello por el hueco de la aguja, su apellido y las prebendas que por él disfrutó en vida fueron la moneda de cambio con que logró no meter La Habana en Guanabacoa -nunca se lo propuso-, sino Versalles en El Vedado.
Los que tomamos la calle 17 -la <<avenida de las mansiones suntuosas>> como la llamara Carpentier-, en El Vedado, como ruta habitual en nuestra rutina, no nos es ajeno, y espero hablar en nombre de la mayoría, el palacete que hoy alberga el Museo de Artes Decorativas de La Habana. Es tarea compleja -al menos para los que amamos la arquitectura -resistirse a empinar la cabeza para mirar sus balaustradas en los techos; los conjuntos de putti, calcados de algún estudio de Pajou, que ornamentan el balcón sobre la regia entrada; las pilastras que van de corintio a jónico sorteando enormes ventanales con persianas francesas, siempre cerradas al exterior como para no desvelar las maravillas que encierran. Para nadie es un secreto que tan portentosa casona perteneció a una de las figuras más sobresalientes de la crema y nata de La Habana y del coleccionismo de arte en Cuba -la crème de la crème hubiese dicho nuestra <<afrancesada>> protagonista-: la condesa de Revilla de Camargo, María Luisa Gómez Mena y Vila.
Muchos podrán pensar que su título vino de cuna; pero no, esta habanera, de la que nos consta rastreó durante años su árbol genealógico buscando, sin éxito, una rama de sangre azul, nació hija de burgueses, en 1880. El apellido Gómez Mena, aún a medio siglo de haber perdido su influencia en la vida económica, política y social de Cuba, sigue estremeciendo a quien conoce un poco sobre la historia republicana de nuestra isla. Su fortuna se había cimentado sobre la trata negrera y el contrabando durante los años de la colonia; los capitales, posteriormente, fueron invertidos en otros negocios menos turbios como la banca y los bienes raíces, que dieron a la familia pingües ganancias que María Luisa disfrutó desde su edad más temprana. Poco se sabe de esta etapa de su vida, antes de que llegara a ocupar el suntuoso palacete de 17 y E -que en sus inicios fue construido por orden de su hermano Pepe, para tenerlo como residencia-, sin embargo, breves reseñas en revistas sociales, al pie de fotografías al estilo de la Goldwyn-Mayer, en la era de Norma Talmadge y Virginia Cherrill, nos ponen al tanto de su presencia en eventos como el Bal Watteau, de Mina Truffin, en 1916 -al que fue vestida de pastora-, y el Baile de Trajes, de Lily Hidalgo, también celebrado ese año. Por ese entonces ya había contraído matrimonio con el español Agapito Cajigas, un empresario maderero radicado en La Habana, cuyas obras benéficas- que María Luisa también auspició y que todavía se mantienen en pie- en la localidad de Revilla, Cantabria, mejoraron tanto la vida del municipio que el rey Alfonso XIII lo dignificó con el título de conde de Revilla de Camargo en 1927.
Cuando Cajigas muere, María Luisa, que se encontraba en España, regresa a La Habana y en 1938 toma por residencia el palacete de estilo clasicista francés, en 17 y E, que su sobrina Lillian vivía y que decidió cederle por resultarle demasiado caro su mantenimiento. La casa imita la tipología del hôtel particulier francés del siglo XVII, algo que no es de extrañar si se tiene en cuenta que su diseño corrió a cargo de dos arquitectos galos -P. Viard y M. Destuges-, aunque su construcción fue supervisada por el ingeniero cubano Adrián Maciá. Hay mucha incertidumbre en torno a cuántos de los interiores de la casa estuvieron en el plano original encargado por Pepe; pero lo que todos aseguran es que María Luisa encabezó la remodelación que le otorgó a las habitaciones y demás dependencias del palacete su empaque actual. La Maison Jansen -decoradora oficial de las casas reales de Europa y de múltiples personalidades como Chanel, los Rockefeller y los Kennedy- que en su momento encarnaba la elegancia de la decoración atemporal, especialista en la mueblería del Antiguo Régimen, fue contratada por María Luisa para hacer de su nueva casa un pedacito de Versalles en medio de El Vedado.
El salón principal fue revestido con boiseries de estilo Luis XV; provisto de una estufa que, aunque ciega, seguía siendo extravagante en una casa caribeña, y amoblado con piezas de arte que María Luisa fue adquiriendo en distintas casas de subastas del mundo.
La habitación de María Luisa -la Chambre de Madame -como seguramente la llamaría su mayordomo-, de estilo neoclásico, atesora la pieza que más orgullo debió causarle: el secreter de María Antonieta -exquisito mueble adjudicado al genio de Jean Henri Riesener, tenido como el ebanista más famoso del siglo XVIII-, que adquirió en una subasta en 1950. Lo entró al país dentro de un guacal, una caja de aspecto rústico, de esta forma la aduana creyó que se trataba de un mueble sin importancia, y, por tanto, el impuesto por entrarlo al país fue muchísimo menor en comparación con el que debió pagar realmente por la pieza.
El comedor -en donde celebró cenas para invitados tan encumbrados como los duques de Windsor y los reyes de Bélgica-, hecho de los mármoles más ricos, evoca sutilmente la distinción del Salón de la Guardia de la Reina, en el palacio de Versalles, y tapices de Aubusson del siglo XVIII y trofeos de bronce mercuriado -adquiridos de las ruinas de un palacete del siglo XIX-, colman más aún de exuberancia las paredes.
Con la llegada de la Revolución en 1959, María Luisa se exilia en España, y deja a su sobrino Panchete a cargo de su casa y toda su colección de pinturas, vajillas y porcelanas, las que ocultó detrás de paredes falsas antes de abandonar la mansión con la esperanza de recuperarlas eventualmente; pero ni él ni su tía, que murió en 1963, volvieron a ocupar la fastuosa mansión, que fue convertida en museo un año después.